domingo, 22 de noviembre de 2015

LA LECHUGA PROTECTORA



Tras los atentados de París todas las televisiones europeas nos han bombardeado con un video en el que un padre oriental y su retoño son entrevistados por un reportero. Es conmovedor ver cómo un niño vive con temor todo cuando está ocurriendo. 

El pequeño le explica a su padre que hay hombres malos y que tienen armas. El padre, un hombre seguramente bien intencionado, subproducto de nuestra era, le contesta “¡Pero nosotros tenemos flores!” a lo que el pequeño, que sin duda gracias a su edad ha sido expuesto infinitamente menos tiempo a la propaganda del buenismo, responde: “¡Las flores no hacen nada!”. Tras explicar al pequeño que las flores y las velas están ahí para protegernos, el reportero pregunta al aterrorizado crio: “¿Estás más tranquilo ahora?”. Y el niño, con la expresión menos convincente que uno pueda imaginar, responde “Sí…”. 

Supongo que las flores nos protegerán con la misma eficacia con la que a los parisinos muertos les protegieron los lápices que los buenistas de medio mundo enarbolaron tras los atentados del Charlie Hebdo. A algunos de estos buenistas aún hoy les resultará incomprensible que tras la reacción de nuestros pueblos, recorriendo lápiz en mano los lugares públicos de las principales ciudades europeas, los hombres malos que tienen pistolas se hayan atrevido a atacarnos de nuevo. ¿¡Acaso no vieron nuestros lápices!? ¡¡Pero si los había hasta de colores!! 

El mensaje que las televisiones nos mandan una vez más es muy claro: el amor vencerá, el amor terminará con el terror y en eso, al menos, tienen razón. Es el amor el que siempre ha terminado con las amenazas que han acechado a los pueblos de cualquier latitud del mundo; pero no el amor a las flores, ni a la jardinería, ni el amor a las lechugas. Tampoco el amor a la muerte de los suicidas, ni el amor a la propia vida de los cobardes. 

El amor que nos puede salvar es un tipo de amor que Occidente parece haber olvidado: el amor de un padre, un marido, un hijo que se calza las botas y coge un fusil para hacer frente a aquellos que amenazan a los suyos. 

Cuando las fieras acechaban una aldea, y poco importa si eran lobos siberianos o leones de la sabana, los hombres del poblado no construían una montaña de flores y velas para recordar al niño devorado y cruzaban los dedos para que el siguiente no fuera el suyo. Tampoco disimulaban su cobardía frente a sus hijos diciéndoles “No te preocupes por las fieras, ¡tenemos flores!”. 

No, lo que el hombre hacía era reunirse con sus vecinos, coger sus armas y salir a dar muerte a la alimaña, tragándose el miedo y arriesgando sus vidas. Aunque a algunos les cueste creerlo, lo hacían por amor, el único tipo de amor que puede salvarnos, el único tipo de amor que puede calmar a un niño asustado: saber que su padre está dispuesto a combatir contra el peligro que lo amenaza y no lanzando lechugas ni encendiendo velas. 

Es por eso que los hombres que vestían uniforme eran tratados con una mezcla de admiración, respeto y agradecimiento, algo que también hoy parece haberse olvidado. 

Nadie explicará a este niño asustado que miles de padres de otros niños, no el suyo, sino padres de toda Europa que visten uniformes de policía, de marinos o de aviadores sí están luchando contra los malos. Nadie explicará a este niño que esos padres lo hacen por amor a sus hijos, a sus vecinos, a sus países y de paso para que su pacífico padre pueda seguir cultivando su desenfrenada e inútil pasión por la horticultura. Y sí, también para que los chicos de la prensa puedan convertir a quien les plazca en un héroe de nuestra era. 

No quiero ni puedo imaginar sin dolor y rabia lo que habrán sentido los hijos de los marinos franceses embarcados en el portaviones Charles de Gaulle cuando hayan visto la entrevista. ¿Qué habrán pensado los padres y esposas de nuestros soldados españoles destacados en países como Malí, Líbano o Afganistán? 

Yo, perdónenme la incorrección, sentí nauseas. 

Hay que ver lo que un día fuimos y hemos dejado de ser.