miércoles, 24 de febrero de 2010

U-Botte

"Wasserbomben". Richard Schreiber, 1944.

Narración del escritor, poeta y sobre todo amigo Juan Pablo Vitali, al que agradezco que me haya permitido su publicación en este blog. Es una emotiva historia que narra la llegada, al final de la Segunda Guerra Mundial, de unos submarinistas alemanes a la Argentina, como la definió Vitali en alguna ocasión "el Sur del Sur, en la patria de todos los exilios europeos".


U-Botte

El sol golpeaba las antiguas piedras.

Cuando desembarcaron ya no tenían Patria. Todo aquello por lo que habían luchado no existía. Pero eran jóvenes y estaban dispuestos a vivir.

Habituados a los mares nórdicos, el mar austral les pareció un hermoso reflejo de su origen.

Bajaron a tierra pensando en los camaradas caídos, en que nunca podrían olvidar aquellos rostros que al morir, llevaban impresa una ciega fe en la victoria. Sin embargo sobrevino la derrota. Una dura derrota.

Eran unos pocos hombres condenados, sin nombre, sin pasado, con documentos que los transformaban en ciudadanos de un país desconocido. Tenían miedo de abrir esos documentos, y de ver escrita esa verdad irreversible junto a sus fotos. Tan verdad como los muertos, que habían quedado encerrados para siempre en el cilindro metálico de la nave.

Estaban absortos ante la mutación negativa del mundo.

El submarino yacía en el fondo del mar. El lugar y la fecha del hecho no importan. Habían hecho lo posible y podían estar orgullosos.

Aquel continente inhóspito les resultaba un paraíso. Soplaban fuertes vientos. Paso a paso se internaron en la vastedad del Sur, mientras se avecinaba el duro invierno.

La nave que había sido una segunda piel de metal, desapareció rápidamente con la explosión, sin que hubieran podido abandonarla más que unos pocos afortunados. Ahora permanecería sumergida como un mojón secreto bajo las heladas aguas, señalando un punto eterno.

No habría ya misiones que cumplir. Faltaba la última acción de guerra que era rendirse, pero esa jamás sería cumplida.

Acaso había todavía una posibilidad de paz y dignidad en los confines.

Ninguno articulaba palabra. No había palabras que decir, fuera de las dichas en el contexto del combate. El silencio resultaba demasiado cruel extendido a través del viento, kilómetro a kilómetro.

La delgadez y las barbas crecidas, les imprimían un aspecto fantasmal.

Habían memorizado ciertos nombres y lugares. Llevaban sus brújulas. Pero siendo marinos la extensión terrestre los abrumaba, y la dirección que marcaban los instrumentos, parecía inútil en semejante inmensidad.

El punto de contacto era una estancia. Trataron de comprender qué significaba una estancia, porque no parecía posible que hubiera personas viviendo en tales páramos.

Supieron que el destino de otras naves y de otros hombres había sido peor: hundirse súbitamente con todos sus tripulantes, bajo el peso acuático del olvido.

El anonimato significaba al menos estar con vida. Esperaban que la conciencia, les permitiera perdonárselo.

Nombres ajenos, crecían dentro de los documentos. Otro idioma dominaba el espacio. El ambiente participaba sin embargo, de la naturaleza del silencio submarino. Crecía la ansiedad por saber, cómo sería ser otro.

La memoria de los navíos y de los muertos caminaba con ellos. Una sensación de final, acompañaba los rítmicos pasos.

En algún lugar de la meseta había un espíritu afín. Otro dios en el exilio, quizá evadido antiguamente de un continente sumergido. Silbaba fuertemente el viento, mientras esperaban la señal de contacto.

Añoraban el sol. Pero no este sol de piedra despiadado de la estepa, sino el que alumbraba a sus antepasados, en el centro de una Europa ahora inexistente.

Caminaban sonámbulos alrededor del comandante, un conductor de hombres hecho del más duro acero. Había crecido en él un halo de profeta, la expresión de quien lleva consigo más almas que la propia. Con él estaban seguros de llegar a destino, llevaba el rumbo, como si conociera el lugar desde un pasado remoto.

Los músculos ya no soportaban la tensión. Marcharon horas y horas por aquella ruta interminable sin detenerse.

La oscuridad crecía. Ya no se distinguían los uniformes grises ni las cruces de hierro. Sólo los rostros, como débiles reflejos luminosos todavía podían verse.

En los duros rictus de inquietud, una luz se reflejó de pronto. Pero nada era seguro en semejante inmensidad. Brillaron los ojos de todos menos los del comandante, que permanecían siempre iguales a sí mismos.

La luz resultó ser cierta. En el confín del mundo había una luz brillando por ellos. Un símbolo de victoria en medio de la oscuridad de la muerte, de la gran muerte de todo lo que amaron.

Aquella luz les pareció el sol naciente, y quien la blandía, el dios tutelar del finis terrae.

Traspusieron una tranquera y otra más, hasta escuchar los pasos de unas personas que no pudieron ver. Kilómetros de camino los separaban todavía, de la austera belleza de una casa de madera. Descubrieron que la luz después de todo, no era más que un sencillo farol a querosén.

El hombre que los esperaba bajo la galería, semejaba un antiguo guerrero. La vestimenta tradicional aumentaba la dignidad de su figura, y una actitud de señorío parecía natural en él.

Estaban de pronto frente a un hermoso fuego. Allí repitieron la más antigua ceremonia de los hombres de su estirpe, y brindaron frente al calor de las llamas, abrumados por los recuerdos y la desazón de la derrota.

Al día siguiente, partieron hacia los distintos rumbos que les fueron señalados.

Hundieron sus raíces en la nueva tierra.

Ahora ya ancianos, suelen a veces historias de submarinos y desembarcos. Se ríen entonces, como quien escucha cosas descabelladas. Cosas que se suponen escondidas, en algún lugar remoto del Sur.

Pero ellos saben que es cierto, se vieron una vez submarinos en estas costas. Naves errantes que convirtieron sus hombres en otros hombres, con distinto nombre, oficio e idioma que los primeros, pero con igual lealtad en la paz de ultramar, que la demostrada en el mar durante la guerra.

Juan Pablo Vitali

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